viernes, 24 de octubre de 2008

FALSO Y VERDADERO ECUMENISMO


 



Estas páginas suelen insistir en la importancia geopolítica sea del afianzamiento o la quiebra de la tradición dentro de la doctrina y el culto cristianos, sea de las decisiones de quienes, fundados en su quiebra, aparentan ser hoy, aunque no lo sean ya, sus autoridades eclesiásticas legítimas. Pues la política mundial circula ahora a través de la globalización (o global-invasión). Y en ella, a través de contradicciones y enfrentamientos dialéctica y cuidadosamente manipulados, se va haciendo paulatinamente ostensible, hasta que alcance su plena instalación pública político-religiosa, el gobierno mundial único que por el momento opera, cada vez menos ocultamente, en su trasfondo.

 

Oportuno será entonces intentar algunas precisiones recapitulatorias sobre este delicado tema, demasiado a menudo olvidado o disminuido por los análisis de muchos tradicionalistas y de variados defensores de las naciones soberanas que a la globalización enfrentan. O que declaran al menos hacerlo.

 

El falso ecumenismo

 

Las autoridades de la Iglesia católica romana actual (desde Juan Pablo II hasta los miles de obispos y demás investiduras eclesiásticas inferiores que de ellos dependen y que reconocen a Wojtila, sus cardenales y epískopoi como legítimos y acatan su conducción), las autoridades de la Iglesia anglicana y de otras; todas ellas pues están hoy o empeñadas o comprometidas en la construcción de una nueva religión sociomórfica, es decir, completamente historificada y dirigida en consecuencia a la adoración del hombre. Esta nueva religión, ecuménica, exige la supresión de todas las fronteras doctrinales y mysticas en tres diferentes etapas simultáneas.

  1. La Iglesia romana, las Iglesias ortodoxas y las confesiones reformadas (o “protestantes”) tienen que deponer sus diferencias, cualesquiera sean, y disolverse en el molde de una sola religión cristiana común. Por sus giros doctrinales y cultuales característicos el luteranismo ha sido elegido como aglutinante para la construcción de semejante molde, que implica sin embargo el abandono de los restos tradicionales que en él o en las demás confesiones permanezcan.
  2. La religión pretendidamente cristiana que así se forja tiene que disolverse a su vez, junto con la islámica y la judía, en el troquel de una nueva religión común bíblica o abrahámica, sólo posible si el “cristianismo” ya desfondado promueve un nuevo derrumbe, más hondo todavía y definitivo, del fundamento teándrico (divino-humano) que es su razón de ser.
  3. Por último la religión abrahámica resultante tiene que unificarse con todas las demás: budista, hinduista, confuciana, indoamericanas, etc., etc. Se incluye aquí expresamente la “religión” del ateísmo, para cuya integración son ya abundantes los planes eclesiásticos en marcha.

 

Nada de ello es posible sin embargo sin la consolidación doctrinaria y operacional del judeo-cristianismo. En él la Iglesia depone su especificidad -patente en la divino-humanidad de Cristo o en su expansión teándrica, que la Fuente Trinitaria sostiene, por la historia y el cosmos,-, según ella está manifiesta en el Nuevo Testamento por ejemplo, que es por eso norma para la interpretación del Antiguo y de todo lo demás. Pero depuesta ya esta especificidad, la falsa Iglesia sustitutiva, que de este modo se potencia, retrocede a través del Antiguo Testamento hasta disolverse en la semántica historificante y terrenalmente mesiánica del judaísmo como tal. Este insume así y reinterpreta a su modo la realidad cristiana, sin ceder nada de su sustancia propia.

 

La abolición del culto, es decir la “abominación de la desolación en el lugar santo” de la profecía, y su sustitución por esa farsa llamada novus ordo missae”, correlato religioso por cierto del nuevo orden mundialista; esa abolición pues es requisito del judeo-cristianismo para su avance devastador. Pero en esta quiebra semántica de vastísimos alcances queda eliminada asimismo, entre otras, la distinción entre poder espiritual y poder temporal, entre Dios y César, y la consecuente necesidad de respetarle a cada uno su propia radicación. Y por aquí el judeo-cristianismo connaturalmente integra la avidez de dominio temporal que es el motor de la globalización en avance; los cacareados derechos humanos no son más que la proyección jurídica de esta avidez que no reconoce fronteras.

 

Ecumenismo verdadero

 

Ahora bien, el ecumenismo judeo-cristiano, que somera pero rigurosamente acabamos de perfilar, ¿es acaso el único posible?

 

La hora sombría que vivimos no debe permitirnos olvidar a quienes por de pronto tuvieron al cisma entre la romanidad católica y la ortodoxia greco-ruso-oriental como una llaga abierta en la Iglesia teándrica, una herida a cauterizar de tal modo que con ello no se realice concesión alguna al enemigo judeo-cristiano común. Así un Soloviev. No es necesario compartir todos y cada uno de sus fundamentos para reconocer la importancia de su intento. Y no nos referimos solamente a lo que, en una primera etapa, postula en sus libros La gran controversia o Rusia y la Iglesia universal, de cualquier modo imprescindibles. Sino sobre todo a la convergencia ecuménica genuina que, en su etapa final, estética y proféticamente sugiere su Relato sobre el Anticristo.

 

Basados en estos antecedentes ilustres tenemos que reconocer que el acuerdo doctrinario postulado en su primera etapa por el ruso insigne, inevitable para la curación institucional del cisma, por el momento ha fracasado, sobre todo debido al acoso judeo-cristiano que falsifica y sustituye esta tarea fundamental. Salvo que frente a la gran apostasía eclesiástica, al servicio del poder mundano más tiránico y repulsivo, siempre es posible, también aquí y ahora, el testimonio de la Fe sin mácula. Y esto en cualquier lugar, desde cualquier comunidad autocéfala, -eclesial o no, con o sin autoridades, con o sin sacerdotes-, en fin, desde cualquier intento personal suficientemente audaz, meditado y nítido. Aunque el testimonio de la Fe, para ser inequívoco, debe desplegarse en una doble vía convergente:

  1. El desenmascaramiento sin vueltas de la farsa religiosa y de los lobos que con piel de cordero la conducen;
  2. La exhibición simultánea de los espacios bellísimos insertos en la doctrina y la obra de los Padres y los concilios antiguos, hondones de un cielo abierto en imprevisibles escalas por donde los ángeles suben y bajan alrededor del Hijo del hombre y así de todo lo que subsiste y de todo lo que renueva su incardinación teándrica en cosmos e historia.

 

Soloviev mismo coloca por cierto este testimonio en la simbólica figura de tres testigos -romano, ortodoxo y reformado- que con el Anticristo se enfrentan. El testimonio, ecuménico también entonces, del teandrismo (o divino-humanidad multiplicada en la historia), es proyectado así hacia un momento futuro y culminante. En él será preciso configurar y denunciar al andro-teísmo, es decir a la humanidad autoerigida como Dios, según ella se concentra en la persona de quien en consecuencia pretende disolver por completo a Cristo y a todo su trasiego teándrico y sustituirlo definitivamente por sí mismo y sus propias obras. Observemos sin embargo que este testimonio o martyrion, como en griego se dice, no necesita de ningún laborioso acuerdo doctrinal previo, de ninguna legitimación jurídico-eclesiástica, ni siquiera de la celebración congruente del culto, cuya cesación está profetizada y ya hoy vastamente conseguida. Sólo precisa que la Fe arrebate a sus confesores para que atestigüen junto con ella.

 

Pero para la acción convergente de un testimonio así, no es necesario tampoco esperar momento futuro alguno. Puede darse, se da también aquí y ahora, no contra el Anticristo mismo, todavía no manifestado, sino contra la consolidación político-religiosa del reino globalizador y esclavista que a través de sucesivas disoluciones conduce hacia él. Esta convergencia, presente en el testimonio o martyrion de la Fe, es lo que aquí entendemos por ecumenismo verdadero. Y claro que las modestas páginas de El Pampero Americano también pueden y deben darle cabida.

 

Dijimos ya por lo demás que la terrible dificultad de la hora exige evocar a quienes nos antecedieron y siguen impulsando al testimonio alertador. Sobre éste y otros muchos temas, en América románica y en Argentina es imposible soslayar al Dr. Carlos A. Disandro, nuestro maestro, ni la insondable profundidad de su obra y su minuciosidad sapiente y sistemática, ni su coraje para pensar, proclamar y combatir sin atender otras exigencias que las del corazón de la verdad rotunda. Demasiado conocemos frente a ello nuestras propias limitaciones. No pretendemos por ende recibir de lo suyo ninguna legitimación. Tampoco darle a nuestro quehacer una envergadura que ostensiblemente no posee. Pero la Fe, sola ya y sin respaldo, quiere seguir el combate. No podemos eludirla. Y al asumir nuestra responsabilidad no podemos dejar de reconocer, a causa de nuestros límites, quiénes son los que al respecto enseñaron a transitar un camino nítido y posible.

 

La participación política

 

Las que nosotros más comúnmente subrayamos son sin embargo las consecuencias geopoliticas de la gran apostasía latente bajo el ecumenismo al uso. Para señalarlas nació nuestra publicación. Pues la ruptura de las fronteras semánticas promueve, por una de sus vertientes, el vaciado y la reformulación de absolutamente todas las tradiciones religiosas, para que puedan concurrir a la cimentación de un poder mundano, que por lo general no tiene relación alguna con lo que a tales tradiciones les da fundamento. Pero por otra vertiente impulsa a la disolución de todas las fronteras nacionales, la abolición de los Estados soberanos operantes dentro de ellas, el amalgamiento de una humanidad masificada, psíquicamente manipulable por una pretendida "cultura” sin raíces en el espíritu, la sangre o la tierra.

 

Por eso padecen hoy las naciones un doble asalto contrapuesto y simultáneo. Por arriba, los organismos supranacionales o los falsos imperios que por momentos se distancian y por momentos se coaligan para extorsionar, empobrecer, hambrear y deshacer, bélicamente si es preciso, todo lo ocasionalmente necesario para que avancen los designios globalizadores de laopresión. Por debajo, las redes solidarias, las ONG, la mayoría de las iglesias, los ecologistas, las minorías raciales, sexuales o lingüísticas, los defensores de los derechos del hombre y de su justicia sin fronteras; por todos éstos circulan en cambio los planes igualmente globalizadores de los "oprimidos" que, en conflicto dialéctico con los opresores compiten en demostrar quiénes son mejores para destruir naciones y Estados. Pero claro que por cualquiera de estas dos vertientes el judeo-cristianismo cumple un papel determinante.

 

No todo es entonces patrimonio exclusivo de la Fe y de su combate. En la ecumene con raíces que sugerimos, para oponerla al ecumenismo nómade y devastador, convergen además por cierto los que hacen por afianzar a sus naciones y coronarlas en la obra espléndida de un Estado libre, dispensador y justo. Pero el enemigo global dispone de un vasto poder, donde los recursos semánticos siguen siendo los fundamentales. De su lado, los patriotas tienen por eso también que comprender cuánto colabora con ellos la proclamación de la Fe, que celosamente custodia y transmite semántica inabolible. Porque ella vuelve a abrir en sumartyrion uniones del cielo y de la tierra, y en los espacios melodiosos que resultan, las estirpes, los pueblos, las naciones, las de América románica también, oyen motivos estremecedores que al arraigo los llevan.

 

 

 

 

 

 

 

Arnaldo C. Rossi



(Extraído de El Pampero Americano Nº 8)

 


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